por Jesús Román Martínez, presidente del Comité científico de la Sociedad Española de Dietética y
Ciencias de la Alimentación (SEDCA).
Beber cerveza puede ser un hecho cotidiano al que la mayoría de nosotros no daría mayor importancia. Sin embargo, una bebida en apariencia tan sencilla como esta, esconde una historia y unas características que, a poco que profundicemos, sin duda nos han de llamar la atención.
Siendo la cerveza, una de las bebidas más extendidas en todo el planeta, sus ingredientes son en todas ellas prácticamente similares: agua, un cereal, que se humedecerá y tostará para someterlo a la acción de unas levaduras, muy similares por cierto a las que fermentan y nos producen el pan de cada día. Tras el proceso de fermentación, las levaduras habrán digerido los nutrientes presentes en el cereal, sobre todo los carbohidratos, para producir una especie de ‘sopa’ que contiene alrededor del 3% de este hidrato de carbono (maltodextrina), junto con una cantidad variable de alcohol (usualmente entre el 3 y el 5%), algunos minerales que proceden del mismo cereal y ciertas vitaminas del grupo B, entre las que destaca el ácido fólico.
Desde hace siglos, a la cerveza se le añade, en diferentes formas, lúpulo. Esta planta, el lúpulo, es una enredadera, especie pariente del cáñamo, que aporta a la cerveza el amargor y el aroma y sabor típicos. De no existir el apoyo del lúpulo, la cerveza sería una bebida de sabor más bien dulce.
Ciertamente, la cerveza tal y como la conocemos hoy, seguramente sea una bebida bien diferente de lo que era aquel otro líquido espeso que consumieron nuestros antepasados… en efecto, la cerveza antiguamente se consumía a temperatura ambiente y sin filtrar, lo que haría que seguramente contuviera los ‘tropezones’ del cereal o incluso del pan con el que se hubiera elaborado.
En nuestra cabeza tenemos bien anclada la imagen, no tanto de esos monjes medievales que elaboraron esas cervezas, que aún hoy se venden como de abadía, sino más bien la de esos bebedores centroeuropeos o ingleses que trasiegan en vacaciones cantidades ingentes de ese producto a buen precio.
Sin embargo, a poco que pensemos, y siendo un producto derivado de un cereal, lo más lógico es pensar que su origen estuviera en el Mediterráneo, junto con el pan y otros productos típicos de la dieta mediterránea. En efecto, como tantas otras maravillas de la civilización, la cerveza recorrió el Mediterráneo de este a oeste al igual que lo hicieron el alfabeto, el aceite u otros alimentos.
De hecho, los hallazgos arqueológicos más recientes ubican hallazgos de recipientes que contenían cerveza tanto en el creciente fértil como en Egipto y, más al oeste, la península Ibérica.
Pocos cambios ha habido en la producción de cerveza en todos estos siglos. Salvo el filtrado, bastante difundido entre las cervezas actuales, y el uso de la refrigeración, la técnica de obtención de cerveza apenas se ha modificado. Así, esta bebida sigue siendo agua junto con una cantidad reducida de carbohidratos, la cantidad de alcohol correspondiente a la fermentación del cereal (4 ó 5%). Además de las vitaminas del grupo B y ciertos minerales, como el silicio, la cerveza actual continúa siendo una fuente destacada de antioxidantes que proceden tanto del cereal como del lúpulo.
Diferentes estudios científicos han profundizado sobre su papel en una dieta saludable, variada y equilibrada. Todos ellos, insisten en la necesidad de contemplar a la cerveza como un ingrediente más de la dieta mediterránea. Esto es: es una bebida que debe de consumirse junto con alimentos y en un entorno social y de compañía. La cerveza, históricamente, no puede ni debe ser una bebida compensatoria para personas solitarias.
No está de más, ahora que no es costoso ni difícil tener en nuestro refrigerador alguna botella o lata de cerveza, incluyendo su versión sin alcohol (un éxito comercial español, por cierto), señalar que la cerveza en la antigua Mesopotamia alcanzaba tanta importancia social como para tener una diosa propia y un himno dedicado a la misma. Tampoco es buena idea olvidarnos de Arnulfo de Metz, venerado como santo tanto por la iglesia católica tras haber sido designado obispo de Metz. San Arnulfo dedicó gran parte de sus esfuerzos a prevenir a la gente de la época y a los miembros de su feligresía sobre los peligros, a menudo mortales, de beber agua contaminada, ya que frecuentemente sucedía que los pozos lo estaban, sugiriendo en su lugar como bebida ‘saludable’ a la cerveza. A la postre, y por sus milagros, se convirtió en el patrono de los cerveceros. Así, tras su fallecimiento, los habitantes de Metz pidieron que su cuerpo fuese trasladado de nuevo a su ciudad para ser enterrado en su iglesia. El camino que llevaría de vuelta a san Arnulfo era demasiado largo, por lo que se decidió parar la procesión ceremonial en la ciudad de Champigneulles, Francia. Los fieles que pretendieron adquirir cervezas en una taberna se encontraron con que sólo quedaba un barril que tendrían que repartir entre todos. Pero, para su asombro, el citado barril de cerveza nunca se terminaba, por lo que todos y cada uno de ellos pudieron saciar su sed.
Siendo una bebida con Santo propio, no será mala idea que el que le guste, la deguste. Ateniéndose a normas que, si no santas, desde luego son razonables: no beberla sin compañía de alimentos, elegir la variedad sin alcohol si vas a conducir o realizar alguna actividad de riesgo o si eres una mujer embarazada y, desde luego, optar siempre por un consumo moderado y razonable. Un consumo sin duda Mediterráneo.